Hay ciudades que se descubren por casualidad, otras por obligación, otras se nos van metiendo poco a poco, y otras que paracen que surjan del fondo del subconsciente onírico. Si duda mi primer contacto con la capital de Escocia fue muy particular. Deseaba visitarla desde mi más tierna infancia, pero se había convertido en el típico destino, que se hacia rogar a pesar de su proximidad, sin embargo y aprovechando un anodino fin de semana invernal, me escapé.
Después de un cómodo vuelo desde Manchester, en un moderno, pequeño y coqueto reactor regional de British Midland, y tras un madrugón, me acurruque en el autobús que conduce a la ciudad desde el aeropuerto. Con mis mejillas contra el cristal, calentado por el suave calor invernal de un sol ya poniéndose, me quedé dormido. Sin embargo, hubo una frontera que no pude distinguir si estaba soñando una ciudad de fantasía, o había despertado del sueño. La escena era demasiado irreal e intemporal para estar despierto. Después de un pellizco, para saber en que mundo me encontraba, y quejarme me di cuenta que había despertado, y lo que la ciudad me presentaba era increíblemente irreal.
A pesar de los elementos de la vida moderna, como coches, tiendas, etc, el autobús se encontraba enfrente de la Catedral de Saint Mary, en plena New Town; una especie de ensanche del siglo XIX, que parecía sacado de las novelas de Jane Austen, y era como una especie de vuelta al pasado del glorioso imperio, tan glosado en multitud de películas de época. Crescents, plazas circulares, amenazaban la supremacía de Bath (en el sur-este de Inglaterra), daban un tono elegante, pijo, refinado y pomposo. A medida que el autobús avanzaba y mi expectación crecía, la ya que representaba la idea de la tradicional Gran Bretaña imperial que todavía conservamos en nuestro inconsciente. Cuando el autobús me dejo en Princess Street, todo era un explosión de esplendor.
Mi pequeño Hotel Royal British, en el corazón de Princess Street, ofrece las mejores vistas del casto histórico medieval de la ciudad. Hotel sencillo con dignidad, poco aparente, pero con detalles tradicionales de la decoración británica, añadía toques de sabor local, como sus paredes de”azul imperio”, papel pintado con cardos escoceses, y romántico restaurante victoriano con telas “Laura Ashley” y serenidad en todas sus instalaciones, que lo hacia muy confortable y típico.
Desde mi habitación, una vista privilegiada que cortaba la respiración, y hacia que uno contemplase la escena una y otra vez, hasta agotar las pupilas. El casco histórico, apelmazado, sobre una colina que parecía una ballena, ofrecía un conjunto tan abigarrado, fascinante, que parecía que hubiese sido concebida por las hadas, o fruto de un sueño de un nomo.
Profusión de estilos, primorosamente mezcladas en un bosque de piedra. Fachadas lánguidas, iglesias, palacios daban un apetitoso adelanto de lo que había detrás de esas nobles fachadas. No pude esperar más, y después de una reparadora taza de té, y dejar mis bártulos en la habitación, enfilé una colina que conducía al casco histórico, no sin antes dar un vistazo a Princess Street, arteria entre el New Town y el casco histórico, y que discurre paralelo a los Jardines Victoria. Aunque muy animada, tradicional y todavía prestigiosa, sobre todo por la presencia de edificios significativos como el Hotel Balmoral, con su enorme reloj o el edificio Victoriano de los tradicionales almacenes Jenners, se ha convertido en una calle un poco desdibujada por la presencia de infinidad de tiendas de souvenir baratos, y ordas de gringos y japoneses recorriéndola de cabo a rabo, y abarrotando, los putrefactos Mac Donalds, o Burger King de turno.
El día siguiente se presenta muy gélido, pero con un sol invernal que comenzaba a despuntar tras una de las siete colinas, que como toda ciudad mágica que se precie, posee. Primero tocaba algo de “tipismo” británico, y por supuesto nada mejor que tomarse un típico desayuno, mirando hacia el castillo y el casco histórico. Tras una acumulación calórica y colesterol, consistente en los huevos con bacon, tomates y champiñones asados y “Baked Beams” (una especie de habichuelas con tomate), un reconstituyente taza de té, que por supuesto en ningún lado del mundo sabe mejor, para terminar con unas tostadas con mermelada de naranja, que junto al Haggis, ha sido la aportación más importante a los desayunos de medio mundo.
Hablando de colinas, había que elegir la que posee más cache, que es Carlton Hill, sin duda la vista más noble e impresionante de la ciudad. Desde lo alto, el capricho apelmazado de piedra grisacea, que es su casco histórico, comenzaba a recibir sus primeros rayos de sol, y la urbe despertaba.
Cuando ya muy temprano, se deleita la pupila, con una vista tan gloriosa, es normal que la jornada se presente muy positiva. Lo siguiente fue ascender por las empinadas cuestas hacia lo más alto de la ciudad. Tras visitar lo más característico, como los dos castillos a ambos de extremos de la Royal Mile (arteria que cruza de norte a sur el casco histórico), la deliciosa pinacoteca de la ciudad que atesora obras tan importantes como el Cristo Salvador del Greco, y el Museo de Escocia, verdadero libro abierto no solo de la historia sino del alma escocesa, me dispuse a callejear, por sus innumerables callejuelas, y sobre todo la Royal Mile. Lo que más impacta, tras la sucesión de edificios históricos es la Catedral de Saint Giles, en donde un gaitero ponía un toque muy étnico al entorno. Parece que las piedras duerman y recuerdan épocas más gloriosas. Cada uno de los edificios atesora su particular historia, que la mayoría de las veces resulta tormentosa, pero a la vez gloriosa, y pone de manifiesto la idiosincrasia, y el carácter levantisco e indómito del pueblo escocés, en su continua lucha contra el “invasor” inglés.
Sin duda, Edimburgo, posee algo que cautiva y que invita a caminar, sin descanso. No es ciudad de buscar atracciones accesorias, ni de justificaciones; todos sus edificios, además de trasladarte a otra época, parece que hubieran nacido allí, de la tierra mojada; y cada uno ocupando su lugar perfecto. Todo encaja a la perfección, y nada parece ajeno a nosotros. Como un nacimiento vivo. Es la típica urbe, familiar, entrañable y propia. No recuerdo los pasos dados, ya que tiempo pasa de forma constante, y cuanto te das cuenta, el sol se esconde tras el castillo y la noche cubre las piedras, dando un aspecto muy fantasmagórico a toda la urbe.
La lluvia hizo su aparición, y las piedras se cubrieron de un barniz muy sutil, pero entrañable. A pesar del frío reinante, que silbaba por cada una de las callejuelas y se metían en las articulaciones, la noche invitaba a descubrir secretos, conspiraciones y sobre todo otra visión de una ciudad que ofrece sorpresas en cada lugar. El último día en la capital de Escocia, nos ofreció un enorme manto blanco de nieve, que dio pinceladas de luz al grisáceo dominante de la urbe, nada mejor para despedirla, con sus galas más alegres y hermosas.
0 thoughts on “EDIMBURGO: Urbe surgida de un sueño”
Escribes de una forma tan seductora, que a cualquiera le apetecería ir, lloviendo, nevando…
Para volver solo te hace falta que pongan estos días en la tele Pride and Prejudice o un vuelo lo mas directo posible desde ahí…;-)
Gracias Arielle. Pride and Prejudice es una de mis peliculas favoritas, aunque haya sido rodada en Chatsworth Palace Devonshire. Me alegro que te haya gustado.
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Escribes de una forma tan seductora, que a cualquiera le apetecería ir, lloviendo, nevando…
Para volver solo te hace falta que pongan estos días en la tele Pride and Prejudice o un vuelo lo mas directo posible desde ahí…;-)
Como dicen en el facebook: I like!
Gracias Arielle. Pride and Prejudice es una de mis peliculas favoritas, aunque haya sido rodada en Chatsworth Palace Devonshire. Me alegro que te haya gustado.